La literatura ha sido durante mucho tiempo un espejo que refleja las sutilezas de la sociedad y la experiencia humana. Sin embargo, en el ámbito de las novelas surrealistas, los autores eligen un camino divergente, creando narrativas que difuminan las líneas entre la realidad y la ficción. Por la ventana del baño de Bretón se asoma Baudrillard.
Uno podría pensar que la realidad está quieta, inmóvil, como una piedra en el fondo de un río. Pero si afinas la percepción, te das cuenta de que lo real se comporta más como el agua que la rodea: fluida, indómita, se escurre entre los dedos cuando intentas atraparla. Debajo de las rosas, se esconde una lombriz que huye tierra adentro y se llama surrealismo, el género que se atreve a escarbar en las grietas más profundas de la percepción, donde la lógica se disuelve y emerge la verdadera textura de lo absurdo. El realismo se desborda, porque lo surrealista ha sido un aquí y ahora.
María Zambrano argüiría que la realidad no es una estructura rígida y estática, sino una experiencia que palpita en el límite entre lo tangible y lo inasible, donde el ser humano transita. Así, cuando hablamos de realidad, no nos referimos a un estado fijo, sino a una presencia viva, en constante devenir, que se desliza y se transforma a medida que la conciencia humana se esfuerza por capturarla. El intento de aprehenderla se asemeja a la paradoja del agua: lo más esencial se escurre entre los dedos, y lo que permanece no es más que una fracción de su totalidad.
Tome un momento para pensar en Kafka en la orilla de Haruki Murakami. Ahí, la realidad no es un terreno firme; es un charco turbio en el que los personajes chapotean, empapándose de eventos imposibles que desafían cualquier intento de sentido. Murakami se planta en el borde de lo real y se lanza al vacío. Y en ese salto, como Jameson ha señalado, lo que se revela no es lo irreal, sino lo aporético del propio realismo. Porque, ¿quién no ha sentido cómo, de repente, lo familiar se desfigura? Un pequeño desliz, un mínimo detalle fuera de lugar, y la estructura entera de lo que llamamos realidad se derrumba, maleable, informe. Así que no es de extrañar que empecemos a sospechar que la búsqueda de la verdad es un viaje en círculos, un nomadismo perpetuo, una errancia. Lo que no se mueve, está muerto, nos dejó dicho Blake, y quizás nunca una frase tuvo más eco en esta encrucijada.
Surcar el surrealismo es adentrarse en un laberinto en busca del Minotauro, pero la trampa es que esa criatura no espera en su centro, sino en cada esquina de nuestras percepciones. En las narraciones surrealistas, lo cotidiano se cuela por las fisuras y lo extraño se instala como norma. Lo genial del mejor Borges es que no te lleva por paisajes fantásticos desbordados de exuberancia, sino por habitaciones comunes donde un simple giro de perspectiva convierte la razón en un absurdo insoportable. Ficciones se cuelga en un vacío que no es otra cosa que el reflejo de nosotros mismos, como si al mirar dentro del espejo del lenguaje, lo que viéramos fuera la falta de sentido. En esas grietas se cuela la verdad: el Minotauro somos nosotros.
La razón, ese puente corroído que se tambalea con cada paso.
En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, lo fantástico no llega gratuito ni como una irrupción externa; está ahí desde siempre, como un rumor en los márgenes, como una verdad que hemos aprendido a ignorar. El mundo está cubierto de pequeñas fracturas invisibles, y sólo cuando nos detenemos a mirar de cerca nos damos cuenta de que hemos vivido entre ellas todo el tiempo. Márquez nos invita a un mundo donde lo irreal es simplemente una extensión de lo cotidiano.
De la popularidad de García Márquez, en vida y por siempre, deducimos que nadie parece sorprenderse cuando lo imposible ocurre; lo aceptamos como parte del tejido de la realidad, lo que plantea la verdadera pregunta: ¿quién decide lo que es real?
O más exactamente: ¿Qué es lo real?
¿Acaso hablamos de un plano de discursividad narrativa que imparte por virtud del lenguaje, que materializa lo abstracto?
Cuando proclama la muerte de lo real, en su obra más influyente, Simulacra and Simulation (1981), Jean Baudrillard postula que la realidad ha sido reemplazada por simulacros: copias o representaciones que ya no tienen un referente original, es decir, que no remiten a ninguna "realidad" subyacente, sino que se sostienen a sí mismas. Es un proceso de simulación que da paso a lo que él llama la "hiperrealidad", un estado en el que las distinciones entre lo real y lo ficticio se han colapsado.
Dando la teoría de Baudrillard por cierta, consideremos que los artistas y escritores surrealistas como Salvador Dalí y André Breton intentaban romper con las normas lógicas y racionales para acceder a una "realidad superior" o "más verdadera", que incluye los sueños, el inconsciente y las asociaciones libres. Precisamente, Baudrillard acuña la frase "mas verdadero que lo verdadero" al explorar cómo las representaciones de la realidad (los simulacros) terminan sustituyendo a la realidad misma, creando una "hiperrealidad". En este contexto, la hiperrealidad es percibida como "más real que lo real", ya que las simulaciones no solo imitan la realidad, sino que la suplantan, imponiéndose como la nueva norma de lo que entendemos por lo real. Nadía haría más feliz a Breton si hubiese escuchado esto en su tiempo.
Para Baudrillard, en la hiperrealidad las distinciones entre lo real y lo ficticio han colapsado debido a la proliferación de los simulacros. La hiperrealidad no surge del inconsciente ni de los sueños, como en el surrealismo, sino de la saturación de imágenes, signos y representaciones que crean una versión de la realidad que ya no tiene un referente en el mundo físico o auténtico.
Pero, ¿no es esto al final un tipo de sueño?
Lo hiperreal se presenta como más "real" que lo real, pero está vacío de sustancia, ya que es producto de un ciclo continuo de simulaciones sin origen. Es decir, se desbanca hacia lo absurdo.
José Juan Millás, con su innegociable habilidad para sacar lo insólito de una conversación de ascensor o del gesto más trivial, ha revelado que esas fracturas no son excepciones; son la norma. La realidad está llena de grietas, y el surrealismo es una hiperrealidad que se da por cierta.
Tal vez la verdad no está ahí fuera, esperando ser descubierta, sino que es el espejo que se nos resbala de las manos y se rompe en mil pedazos cada vez que intentamos sostenerlo.
El verdadero regalo de la literatura surrealista no son las respuestas. Es una colección de preguntas flotantes, como globos sujetos a un hilo tan delgado que se nos escapan entre las manos. Al final del día, seguimos navegando por este laberinto de realidades, conscientes de que cada paso podría llevarnos más cerca o más lejos de lo que creemos que es la verdad. Pero como nos recordó Proust, lo importante no es a dónde llegamos, sino cómo miramos mientras estamos en el camino.
Al final, la razón poética no busca dominar, sino comprender desde el corazón, desde la intuición que abre horizontes y que, al final del día, nos deja en un estado de asombro perpetuo frente a lo real y sus múltiples pliegues.
Ya lo cantó Lennon en «Strawberry Fields».
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