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Futurabilidad: Escritura en el umbral del (im)posible

  • Foto del escritor: Elidio La Torre Lagares
    Elidio La Torre Lagares
  • hace 21 horas
  • 5 Min. de lectura

Escribir sobre la futurabilidad es habitar una paradoja: la de pensar un campo de posibilidades cuando la maquinaria semio-capitalista ha clausurado el tiempo, cuando el porvenir ha sido transformado en un algoritmo predictivo, cuando el deseo ha sido codificado en matrices de comportamiento.



¿Qué es pensar lo posible cuando la posibilidad misma ha sido expropiada? ¿Qué significa inscribir una escritura en el espacio de lo que podría haber sido, pero no fue, no es, y quizá nunca será? El concepto de futurabilidad, tal como lo desarrolla Franco "Bifo" Berardi, no designa simplemente una serie de futuros alternativos, ni siquiera el potencial especulativo de un devenir. Más bien, se sitúa en la franja inestable entre la ontología y la espectrología, entre el ser y su exilio.


Escribir sobre la futurabilidad es habitar una paradoja: la de pensar un campo de posibilidades cuando la maquinaria semio-capitalista ha clausurado el tiempo, cuando el porvenir ha sido transformado en un algoritmo predictivo, cuando el deseo ha sido codificado en matrices de comportamiento. Si, como escribía Derrida, "l'avenir n'arrive jamais comme tel", el porvenir no llega nunca como tal, entonces la futurabilidad, antes que una promesa, es una “epifanía negativa”: la aparición espectral de un acontecimiento que no puede ser.


Berardi no cree en el futuro como destino. Tampoco como proyecto. En la introducción a Futurabilidad, declara: "No voy a escribir acerca del futuro otra vez. No voy a escribir acerca del no-futuro tampoco. Escribiré acerca del proceso de devenir otro". Este "devenir otro" no es una evolución teleológica, sino un desplazamiento vibratorio, una reconfiguración de intensidades que apenas si puede ser pensada. Estamos, pues, ante un pensamiento que se arriesga a escribir en la estela de lo que no ha sucedido.


¿Qué se juega entonces en esta "futurabilidad"? En primer lugar, la disolución del sujeto como agente pleno de actualización. Para que una posibilidad devenga realidad, dice Berardi, debe "encarnar en un sujeto, y que ese sujeto tenga potencia". Pero la subjetividad ha sido capturada. No por una estructura visible, sino por un entramado de automatismos, protocolos, interfaces. El sujeto se ha vuelto un nodo en una red donde ya no elige, sino que responde. El acto ha sido sustituido por la reacción.


La impotencia, en este marco, no es una mera carencia de energía. Es el signo de una desincronización. El cuerpo ya no resuena con su entorno; la mente ya no anticipa, solo calcula. Como Berardi afirma: "La impotencia de la subjetividad es un efecto de la potencia total que adquiere el poder al independizarse de la voluntad [...] merced a su inscripción en la textura automatizada de la técnica y del lenguaje". El lenguaje, que alguna vez prometió apertura, se ha transformado en código, en trampa.


Es aquí donde Derrida y Berardi se tocan: en la interrogación sobre los límites del lenguaje como apertura al otro, al tiempo, al devenir. La escritura, en Derrida, no es simple registro, sino diseminación. Es el espacio de una différance que nunca se cierra sobre un significado pleno. ¿Puede pensarse la futurabilidad como un efecto de esta différance, como esa posibilidad que se escapa siempre del presente, pero que insiste, espectralmente, en su no-realización?


Berardi habla de captura paradigmática para designar el proceso mediante el cual las posibilidades son reducidas a una forma hegemónica. Esa captura opera una selección que no es solamente económica o política, sino semiótica, estética, afectiva. El statisticon —figura espectral del control cibernético— captura el deseo antes de que sea formulado. Predice el comportamiento antes de que emerja. Lo posible es evacuado por la programación.


Aquí se produce una pérdida decisiva: la imposibilidad de elegir. Pero no porque no haya elecciones disponibles, sino porque la selección ya ha sido hecha, en otro lugar, en otro nivel. "La anticipación prescribe en términos deterministas la futura forma del organismo", escribe Berardi. No se trata ya de vivir, sino de actualizar una probabilidad estadística. La subjetividad se transforma en interfaz, el pensamiento en respuesta condicional.


Derrida, en La carte postale, recuerda que "el acontecimiento es siempre lo que no se espera". Lo que llega, no llega como debe, ni como se pensaba. La futurabilidad, en este sentido, es el acontecimiento de lo que no puede ser previsto, porque no responde a una función, ni a una lógica. Es lo imprevisto como posibilidad. Pero este acontecimiento está siendo sistemáticamente suprimido. La emergencia ha sido reemplazada por la emergencia controlada, por la pre-figuración de todos los futuros.


No es casual, entonces, que Berardi recurra a la figura del huevo tántrico para pensar el campo de lo posible. Esta imagen tomada de Deleuze y Guattari alude a un campo de intensidades antes de la forma, a un magma no estratificado que podría devenir. "El huevo tántrico contiene innumerables concatenaciones intercelulares, que conforman la red de la posibilidad". La futurabilidad es esa red no cartografiada, esa multiplicidad que el poder busca clausurar mediante la reducción probabilística.


Pero lo que no puede ser clausurado es el espasmo. Berardi escribe: "La mente social busca una nueva forma de semiotización que se adapte mejor a la cambiante composición del mundo, pero la vibración de esta creación adopta la forma de un espasmo". Espasmo: no forma, sino ritmo. No sentido, sino intensidad. No significado, sino afecto. Es en este espasmo donde puede (re)surgir lo otro, lo que el paradigma no puede absorber.

Derrida, en Voyous, sostiene que "la democracia está siempre por venir". Esta por-venir, esta à-venir, es la apertura misma del sentido: nunca un estado alcanzado, sino una tensión, una espera, una “promesa sin promesa”. La futurabilidad es, entonces, esta promesa sin garantía. Es una condición estructural de lo político como inacabamiento.

Por eso no se puede reducir la futurabilidad a una utopía. La utopía sugiere un telos, un lugar. La futurabilidad no tiene lugar. Es atópica, como el acontecimiento. No puede ser ubicada, ni anticipada. Solo puede ser deseada. O, mejor, solo puede ser invocada.


¿Cómo invocar lo que no tiene forma ni nombre? ¿Cómo escribir lo que no ha sucedido ni probablemente suceda? En el umbral del lenguaje, en su borde, en la «zona de contacto» donde la escritura ya no representa sino que gesta. Ahí, en esa frontera sin línea, reside la escritura de la futurabilidad: no como forma, sino como tensión, como borde que se retrae.


Por eso Berardi insiste: "Las posibilidades inscriptas en la vida social y el conocimiento no encuentran hoy una concatenación política". Y sin concatenación, no hay acto. Sin acto, no hay diferencia. Sin diferencia, no hay devenir.


La escritura, entonces, deviene gesto de interrupción. No revela el futuro. No lo anticipa. Pero lo mantiene abierto. Derrida lo sabía: la apertura es aquello que no se puede cerrar, porque no pertenece al orden del cierre. Futurabilidad es eso que interrumpe la secuencia del sentido. Lo que no encaja. Lo que no tiene nombre.


¿Qué hacer, entonces, cuando todo está dicho, calculado, anticipado?


Quizá solo esto: escribir. Escribir como quien deja una grieta. Como quien llama sin esperar respuesta. Como quien insiste en que, a pesar de todo, otra cosa podría haber sido. O, quizá, podría ser.


El futuro. Siempre.

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