El abismo de Kerouac: el final del camino
- Elidio La Torre Lagares
- hace 2 días
- 3 Min. de lectura
Si On the Road era apertura, génesis, exaltación de la marcha como forma de inscripción en el mundo, Big Sur es claustro y colapso.

Un día, Jack Kerouac, no el autor sino el doble, el desplazado, el diferido en la letra de su nombre, sentó al abismo sobre sus rodillas, como quien acuna al enemigo, o como quien se encuentra, sin saberlo, con la figura espectral de sí mismo. No lo miró: lo injurió. Como quien no soporta el reflejo que le devuelve el espejo, espejo sin azogue, superficie sin fondo. Nada quedaba ya de los vértigos exhilarantes de antaño, de aquella embriaguez cinética que convertía la carretera en verso y en oración. Quedaba solo él. El disgregado. El dishecho. Un hombre frente al Pacífico. Finis Terrae: no como límite geográfico, sino como imposibilidad del devenir.
Big Sur no es una región. Es un intersticio, una hendidura donde la lengua se desfonda. En 1962, Kerouac ya no es Kerouac. El nombre propio también se ha desmoronado. Duluoz es su signo roto. Lo que antes se desplazaba por los Estados Unidos en busca de éxtasis se arrastra ahora por la costa, llevando a cuestas su propio cadáver. No hay más tierra. No hay más camino. No hay más.
Si On the Road era apertura, génesis, exaltación de la marcha como forma de inscripción en el mundo, Big Sur es claustro y colapso. La libertad se pliega sobre sí misma. Se clausura. La velocidad ya no impulsa: destroza. La resaca no sucede a la fiesta, sino que la anticipa. En vez de narrativa, flujo. En vez de orden, pulsación. En vez de historia, escritura caótica. No hay líneas, hay límites. No hay tramas, hay tropiezos.
«One fast move or I’m gone»: la frase se repite, se repite, se repite. No por énfasis, sino por necesidad de anclaje. Como si el lenguaje mismo fuese ya insuficiente, y solo la reiteración pudiera sostener lo que queda del sujeto. El cuerpo se tambalea, la mente se fractura, la sintaxis colapsa.
Big Sur no es novela, sino archivo de un derrumbe. Diario no del día sino de la descomposición. Lo que se escribe no está vivo: es ya traza, ya duelo, ya espectro. Duluoz no narra, sobrevive. En el bosque, entre acantilados, frente al mar, la naturaleza no es consuelo ni refugio. No hay redención. Solo eco. El paisaje no es marco: es actor, es testigo, es verdugo.
El lenguaje de Kerouac se sensorializa hasta la alucinación. Cada ola, cada brisa, cada crujido se torna aguijón. El estilo no describe: inscribe. Es el cuerpo el que escribe. El cuerpo en pánico, el cuerpo en delirio. Entrar en Duluoz es ingresar en una caverna sin límites, sin suelo, donde el sentido rebota y se pierde. La conciencia ya no es flujo: es naufragio.
El mito Beat se desmiembra. El poeta del asfalto ya no canta: tartamudea. No queda celebración. Solo una voz rasgada que intenta, desde el borde, desde la ruina, decir que el viaje ha terminado. Que el viaje nunca fue. Que la libertad era un fantasma que ahora lo persigue en forma de aplauso y aplastamiento. Monsanto, San Francisco, el rey de los Beatniks: nombres propios que ahora designan la pérdida.
Y si el alcoholismo aparece, es como hiperobjeto: una red que excede al sujeto, una condición que no se contiene en una botella, sino que afecta, estructura, captura. No hay bohemia, hay compulsividad. No hay fiesta, hay olvido. Beber no une, disuelve. El vino ya no inspira: borra. La prosa lo sabe: se vuelve temblor, estertor, soplo que apenas se sostiene.
La naturaleza no salva. El mar no es inmensidad espiritual: es boca abismal. La cabaña, que alguna vez pudo haber sido cáliz o vientre, ahora es trampa. La luna no es poema: es foco que expone la miseria. La vida salvaje no purifica: devuelve la fragilidad. El entorno es duplicación del adentro. La costa es el borde de un yo que ya no puede decirse.
Y lo que queda, debajo, muy debajo, es el miedo. No el temor filosófico a la muerte. No el romanticismo de la autodestrucción. Sino el pavor físico, encarnado, visceral de quien siente que se desmorona desde dentro. No hay gloria. No hay poética. Hay temblores. Hay vacío. Hay abismo.
Duluoz es Kerouac, pero desplazado, diferido, atravesado por la traza de un nombre que ya no lo sostiene. Big Sur es el lugar donde el significante ya no ampara. Donde la literatura ya no puede dar forma al mundo, sino que exhibe su imposibilidad.
El camino ha terminado.
El viaje se ha disuelto.
El lenguaje, última morada, también se quiebra. Y lo que queda, lo que vibra, lo que insiste en la escritura, es la voz del mar.
Que no consuela. Pero tampoco calla.
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Publicado originalmente en Nagari Magazine.
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